En días pasados asistí a un lonche con quienes fueron mis compañeras de colegio. Egresamos en el 1978, hace 47 años, pero al reunirnos parece que el tiempo no hubiera pasado. Se mantiene la amistad, la camaradería, las ganas de reír, de compartir, de recordar.
Cada quien carga con toda una vida a cuestas, con un sinfín de vivencias, alegrías, dolores, experiencias, pérdidas, éxitos, fracasos. Casadas, solteras, viudas, divorciadas, con hijos, sin hijos. Pero ahí, en esos encuentros, todo queda a un lado, y se vuelve a esa especie de hermandad de los tiempos pasados. A fin de cuentas, hemos crecido juntas en el día a día.
En el recuerdo quedan los roles que cada una tenía en el colegio, las estudiosas, las traviesas, las tímidas, las extrovertidas, las populares. Y por momentos se vislumbra ese pasado, pero ahora cohesionado en un solo grupo, las amigas por siempre. Todas bien acogidas.
Es bueno tener esos momentos de paréntesis en la vida, que recargan, renuevan y llenan el alma de alegría. La complicidad y la sororidad se hacen presentes y allanan el camino de cada una. En oportunidades así se comprueba lo bueno que es no aislarse, socializar, mantenerse vinculado. Es alimento para el alma.


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